por Arturo Vázquez Barrón* (ensayo publicado en La desaparición de Honoré Subrac y otros cuentos, Buenos Aires, Dedalus, 2006).
Me han solicitado escribir el prefacio a la presente antología, que reúne doce cuentos de Apollinaire en una útil edición bilingüe, y que incluye un prólogo sobre su obra narrativa y un ensayo titulado “Sobre el arte cubista”. Está de más decir que he aceptado con enorme gusto. En primer lugar porque la petición me honra. Así que agradezco a Eugenio López Arriazu, Ignacio Rodríguez y Ariel Shalom su afectuosa invitación a formar parte de este proyecto. En segundo lugar, porque tengo entendido que la antología es fruto de la experiencia que tuve la suerte de compartir con doce colegas latinoamericanos en el marco del Primer Seminario de Formación de Jóvenes Traductores, que tuvo lugar en la ciudad de México en el Instituto Francés de América Latina, en noviembre de 2005, y que fue organizado por la Oficina del libro de la Embajada de Francia en México junto con el Diplomado en Traducción Profesional, que coordino. Una tercera razón es que la antología incluye a traductores de diversas latitudes latinoamericanas (Argentina, México, Perú y Uruguay), lo que representa un proyecto de traducción importante: los textos traducidos se ubican en una perspectiva traductológica que no pasa por alto la relevancia de las diversas formas del español latinoamericano, y atiende de manera expresa el hecho incontrovertible de nuestra diversidad lingüística.
Hablar de traducción literaria es por supuesto una labor riesgosa, pues son muchos los eventuales resbalones que podría uno dar tratando de elucidar las incógnitas de una problemática histórica cuyos postulados apenas en años recientes han empezado a deslindarse de las disciplinas que tradicionalmente le han dado sustento teórico, como la lingüística, la filología, la literatura comparada, la filosofía o la crítica. Y no es esa, por supuesto, la finalidad de mi modesta aportación. Digamos tan sólo que si la comparamos con estas disciplinas, la traducción tiene cierto retraso en lo que se refiere a la reflexión que sobre sí misma ha ejercido, y poco a poco ha ido ganando importancia la idea de que dicha reflexión es indispensable para el desarrollo de sus marcos de pensamiento. Si bien retraso no significa carencia absoluta, no pasemos por alto el hecho de que todavía abundan quienes ponen en duda la posibilidad de una “teoría de la traducción”.
Sea como sea, es evidente que la traducción ha empezado ya a hurgar en su historia y en su presente con mirada propia, con lo que ha emprendido la construcción de un discurso generado desde adentro. La traducción está intentando otorgarse una identidad propia, quiere mirarse a sí misma para identificar los problemas que le resultan característicos. Esta labor resulta fundamental para un gremio al que la sociedad en su conjunto suele considerar ajeno y lejano, tal vez porque los binomios tradicionalmente asociados al acto de traducir, como traición/fidelidad o adaptación/literalidad, por mencionar sólo dos de los muchos en vigor, con el tiempo han ido evolucionando, haciéndose cada vez más complejos y contradictorios. Así, no hay época que no haya tenido su propia idea de la traducción, y no hay traductor que no haya ejercido su tarea en función de la doxa de su tiempo y de su espacio. Por supuesto, este planteamiento resulta particularmente relevante en América Latina, donde la multiplicidad de realidades culturales y lingüísticas es, por decirlo en una sola palabra, riquísima. La presente antología refleja muy bien el hecho de que la traducción se ejerce siempre desde la perspectiva personal de un traductor determinado, con nombre y apellido, que es producto de su tiempo y de su entorno lingüístico. Y la pertinencia de la “invisibilidad” que suele exigírsenos en aras de la supuesta calidad de la traducción, queda por lo menos cuestionada. Asunto polémico en extremo, lo reconozco. Aún así, estoy convencido de que La desaparición de Honoré Subrac no exigió a ninguno de los traductores que la hicieron posible su desaparición incondicional.
La invisibilidad del traductor nos lleva sin remedio a abordar otro tema fundamental, el de la fidelidad. Tratemos pues de definir una postura al respecto. En términos clásicos, el sentido del texto es la pauta que todo traductor debe seguir con el objeto de no traicionar el texto. La fidelidad, nos han dicho siempre, se la debemos al sentido, y todo lo demás es lo de menos. Así, desde san Jerónimo, el sentido del texto es la preocupación suprema, y esto es lo que determinó, en los términos establecidos por Antoine Berman, que la práctica de la traducción literaria haya tenido una clara orientación anexionista, es decir, una clara vocación etnocéntrica que sigue prevaleciendo hasta nuestros días: si traducimos el sentido, estamos a salvo y en los límites de lo aceptable, pues con esta fidelidad al sentido no traicionamos lo que, se nos dice, es esencial en todo texto. Esta es la forma de traducción que con los siglos se volvió canónica en occidente. Tanto, que es casi una ideología. Cualquier lector nos dirá que una traducción es “buena” si conserva el sentido, o dicho en otras palabras, si no es “literal”. La otra dimensión del texto, su cuerpo concreto, físico, su letra, al parecer resulta irrelevante. De ahí que se considere a los traductores literalistas como verdaderas amenazas para “el buen decir”, para el buen estado de salud de toda lengua. Este es un conflicto histórico, añejo, y está muy lejos de haber quedado resuelto. Su sustrato implica un dilema muy complejo, que muchos otros antes han planteado de manera brillante: al traducir, se preguntaba Schleiermacher, ¿debemos acercar el lector al autor o más bien debemos acercar el autor al lector? Aquí anidan muchas de nuestras divagaciones, pues siempre nos debatimos entre dos formas de hacer, que los franceses han denominado con dos adjetivos tan bellos como intraducibles: sourcier o cibliste. Que cada quien se refugie donde más a gusto se sienta.
El dilema de la fidelidad al sentido o a la letra nos conduce a otro, no menos relevante para el ejercicio de la traducción en Latinoamérica. Con todos los “españoles” que se hablan en el continente, que conviven, interactúan y se enriquecen mutuamente sin cesar, y que ya han establecido, por suerte, una definitiva relación de igualdad con el español peninsular, el sentido de respeto a esta diversidad lingüística acarrea consecuencias de primer orden para la traducción y para los traductores, pero sobre todo para la forma en que han de concebirse las políticas editoriales trasnacionales que ahora nos rigen y que buscan acorralar nuestra muy vigorosa diversidad lingüística.
Por más que lo intentemos, no hay forma de establecer cuál, de todos los existentes en nuestro tiempo, es el español que debe adoptarse como modelo. Mejor aún: no debemos siquiera intentar otorgarle supremacía a una forma del español, de manera que con ello se le dé el derecho a pasar por encima de las demás. Sobre todo ahora, cuando vivimos en un mundo cada vez más globalizado —en lo económico— y marcado —en lo cultural— por el ineludible surgimiento del concepto de diversidad como valor agregado a las identidades nacionales. Si aceptamos como válida la idea de que toda la literatura escrita en español no hace sino enriquecer nuestra lengua, y justamente por nuestras diferencias nos damos gusto leyendo a argentinos, colombianos, cubanos, españoles, mexicanos, peruanos y uruguayos por igual (cada quien será libre de completar esta lista según sus latitudes y preferencias), ¿cómo podemos suponer que imponerle a la literatura traducida una lengua aplanada y desprovista de matices regionales es algo literariamente deseable? La adopción de un español “neutro” en la literatura que traducimos es más que nada una imposición editorial por completo ajena a nuestras preocupaciones de traductores. El mundo editorial trasnacional está ávido de mayor rentabilidad. Y eso supone que una traducción sea vendible en todas partes, primero, y que los lectores la sientan lo menos “ajena” posible, después. El traductor que se opone a “domesticar” sus textos neutralizándolos, nunca será redituable, digámoslo sin ambages.
Para terminar, me atrevo a plantear que leer traducciones, sin caer en la tentación de la descalificación a priori, supone abrir la mente a formas de lectura que no estamos acostumbrados a realizar. Esta antología bilingüe puede ser un buen pretexto, servir de punto de partida para empezar a leer traducciones con nuevos ojos. Los ojos de quien sabe que lo que tiene ante sí es el fruto de un proyecto de traducción determinado, pensado y escrito con rigor y entrega. Quien logre hacerlo, será capaz no sólo de descubrir posibles virtudes e inevitables defectos, sino que logrará tener una idea más precisa de lo que el acto de traducir significa para la creación literaria.
Me han solicitado escribir el prefacio a la presente antología, que reúne doce cuentos de Apollinaire en una útil edición bilingüe, y que incluye un prólogo sobre su obra narrativa y un ensayo titulado “Sobre el arte cubista”. Está de más decir que he aceptado con enorme gusto. En primer lugar porque la petición me honra. Así que agradezco a Eugenio López Arriazu, Ignacio Rodríguez y Ariel Shalom su afectuosa invitación a formar parte de este proyecto. En segundo lugar, porque tengo entendido que la antología es fruto de la experiencia que tuve la suerte de compartir con doce colegas latinoamericanos en el marco del Primer Seminario de Formación de Jóvenes Traductores, que tuvo lugar en la ciudad de México en el Instituto Francés de América Latina, en noviembre de 2005, y que fue organizado por la Oficina del libro de la Embajada de Francia en México junto con el Diplomado en Traducción Profesional, que coordino. Una tercera razón es que la antología incluye a traductores de diversas latitudes latinoamericanas (Argentina, México, Perú y Uruguay), lo que representa un proyecto de traducción importante: los textos traducidos se ubican en una perspectiva traductológica que no pasa por alto la relevancia de las diversas formas del español latinoamericano, y atiende de manera expresa el hecho incontrovertible de nuestra diversidad lingüística.
Hablar de traducción literaria es por supuesto una labor riesgosa, pues son muchos los eventuales resbalones que podría uno dar tratando de elucidar las incógnitas de una problemática histórica cuyos postulados apenas en años recientes han empezado a deslindarse de las disciplinas que tradicionalmente le han dado sustento teórico, como la lingüística, la filología, la literatura comparada, la filosofía o la crítica. Y no es esa, por supuesto, la finalidad de mi modesta aportación. Digamos tan sólo que si la comparamos con estas disciplinas, la traducción tiene cierto retraso en lo que se refiere a la reflexión que sobre sí misma ha ejercido, y poco a poco ha ido ganando importancia la idea de que dicha reflexión es indispensable para el desarrollo de sus marcos de pensamiento. Si bien retraso no significa carencia absoluta, no pasemos por alto el hecho de que todavía abundan quienes ponen en duda la posibilidad de una “teoría de la traducción”.
Sea como sea, es evidente que la traducción ha empezado ya a hurgar en su historia y en su presente con mirada propia, con lo que ha emprendido la construcción de un discurso generado desde adentro. La traducción está intentando otorgarse una identidad propia, quiere mirarse a sí misma para identificar los problemas que le resultan característicos. Esta labor resulta fundamental para un gremio al que la sociedad en su conjunto suele considerar ajeno y lejano, tal vez porque los binomios tradicionalmente asociados al acto de traducir, como traición/fidelidad o adaptación/literalidad, por mencionar sólo dos de los muchos en vigor, con el tiempo han ido evolucionando, haciéndose cada vez más complejos y contradictorios. Así, no hay época que no haya tenido su propia idea de la traducción, y no hay traductor que no haya ejercido su tarea en función de la doxa de su tiempo y de su espacio. Por supuesto, este planteamiento resulta particularmente relevante en América Latina, donde la multiplicidad de realidades culturales y lingüísticas es, por decirlo en una sola palabra, riquísima. La presente antología refleja muy bien el hecho de que la traducción se ejerce siempre desde la perspectiva personal de un traductor determinado, con nombre y apellido, que es producto de su tiempo y de su entorno lingüístico. Y la pertinencia de la “invisibilidad” que suele exigírsenos en aras de la supuesta calidad de la traducción, queda por lo menos cuestionada. Asunto polémico en extremo, lo reconozco. Aún así, estoy convencido de que La desaparición de Honoré Subrac no exigió a ninguno de los traductores que la hicieron posible su desaparición incondicional.
La invisibilidad del traductor nos lleva sin remedio a abordar otro tema fundamental, el de la fidelidad. Tratemos pues de definir una postura al respecto. En términos clásicos, el sentido del texto es la pauta que todo traductor debe seguir con el objeto de no traicionar el texto. La fidelidad, nos han dicho siempre, se la debemos al sentido, y todo lo demás es lo de menos. Así, desde san Jerónimo, el sentido del texto es la preocupación suprema, y esto es lo que determinó, en los términos establecidos por Antoine Berman, que la práctica de la traducción literaria haya tenido una clara orientación anexionista, es decir, una clara vocación etnocéntrica que sigue prevaleciendo hasta nuestros días: si traducimos el sentido, estamos a salvo y en los límites de lo aceptable, pues con esta fidelidad al sentido no traicionamos lo que, se nos dice, es esencial en todo texto. Esta es la forma de traducción que con los siglos se volvió canónica en occidente. Tanto, que es casi una ideología. Cualquier lector nos dirá que una traducción es “buena” si conserva el sentido, o dicho en otras palabras, si no es “literal”. La otra dimensión del texto, su cuerpo concreto, físico, su letra, al parecer resulta irrelevante. De ahí que se considere a los traductores literalistas como verdaderas amenazas para “el buen decir”, para el buen estado de salud de toda lengua. Este es un conflicto histórico, añejo, y está muy lejos de haber quedado resuelto. Su sustrato implica un dilema muy complejo, que muchos otros antes han planteado de manera brillante: al traducir, se preguntaba Schleiermacher, ¿debemos acercar el lector al autor o más bien debemos acercar el autor al lector? Aquí anidan muchas de nuestras divagaciones, pues siempre nos debatimos entre dos formas de hacer, que los franceses han denominado con dos adjetivos tan bellos como intraducibles: sourcier o cibliste. Que cada quien se refugie donde más a gusto se sienta.
El dilema de la fidelidad al sentido o a la letra nos conduce a otro, no menos relevante para el ejercicio de la traducción en Latinoamérica. Con todos los “españoles” que se hablan en el continente, que conviven, interactúan y se enriquecen mutuamente sin cesar, y que ya han establecido, por suerte, una definitiva relación de igualdad con el español peninsular, el sentido de respeto a esta diversidad lingüística acarrea consecuencias de primer orden para la traducción y para los traductores, pero sobre todo para la forma en que han de concebirse las políticas editoriales trasnacionales que ahora nos rigen y que buscan acorralar nuestra muy vigorosa diversidad lingüística.
Por más que lo intentemos, no hay forma de establecer cuál, de todos los existentes en nuestro tiempo, es el español que debe adoptarse como modelo. Mejor aún: no debemos siquiera intentar otorgarle supremacía a una forma del español, de manera que con ello se le dé el derecho a pasar por encima de las demás. Sobre todo ahora, cuando vivimos en un mundo cada vez más globalizado —en lo económico— y marcado —en lo cultural— por el ineludible surgimiento del concepto de diversidad como valor agregado a las identidades nacionales. Si aceptamos como válida la idea de que toda la literatura escrita en español no hace sino enriquecer nuestra lengua, y justamente por nuestras diferencias nos damos gusto leyendo a argentinos, colombianos, cubanos, españoles, mexicanos, peruanos y uruguayos por igual (cada quien será libre de completar esta lista según sus latitudes y preferencias), ¿cómo podemos suponer que imponerle a la literatura traducida una lengua aplanada y desprovista de matices regionales es algo literariamente deseable? La adopción de un español “neutro” en la literatura que traducimos es más que nada una imposición editorial por completo ajena a nuestras preocupaciones de traductores. El mundo editorial trasnacional está ávido de mayor rentabilidad. Y eso supone que una traducción sea vendible en todas partes, primero, y que los lectores la sientan lo menos “ajena” posible, después. El traductor que se opone a “domesticar” sus textos neutralizándolos, nunca será redituable, digámoslo sin ambages.
Para terminar, me atrevo a plantear que leer traducciones, sin caer en la tentación de la descalificación a priori, supone abrir la mente a formas de lectura que no estamos acostumbrados a realizar. Esta antología bilingüe puede ser un buen pretexto, servir de punto de partida para empezar a leer traducciones con nuevos ojos. Los ojos de quien sabe que lo que tiene ante sí es el fruto de un proyecto de traducción determinado, pensado y escrito con rigor y entrega. Quien logre hacerlo, será capaz no sólo de descubrir posibles virtudes e inevitables defectos, sino que logrará tener una idea más precisa de lo que el acto de traducir significa para la creación literaria.
dfdf
México, 2006.
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* Arturo Vázquez Barrón es coordinador del Diplomado en Traducción Profesional de la ciudad de México.
1 comentario:
Me parece buenísimo el texto. Sigan así.
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